La (in)utilidad de los órganos de control

La fortaleza de los órganos de control es una buen indicador de la salud de un Estado democrático. Por eso, es una mala noticia la información conocida estos días sobre la debilitada posición en la que se encuentra el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. Y es una mala noticia porque a pesar de su corta vida, el Consejo, que nace con la misión promover la transparencia de la actividad pública, velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad, salvaguardar el ejercicio de derecho de acceso a la información pública y garantizar la observancia de las disposiciones de buen gobierno,  ha demostrado su buen hacer de forma independiente y rigurosa a pesar de que las condiciones no siempre han sido las mejores.

Pero el caso del Consejo de Transparencia no es el único. En los últimos años ha proliferado la creación de Consejos y Comisiones de Transparencia, Oficinas Antifraude, Agencias Anticorrupción y un número incalculable de órganos de control, como medio de reacción de los diferentes gobiernos a la  desafección política de los ciudadanos y la demanda de la sociedad de adoptar medidas para luchar contra la corrupción. Todos ellos, prácticamente en su totalidad, adolecen de la misma debilidad, de una endémica falta de medios y de una auténtica capacidad de acción.

Porque los distintos gobiernos, estatal y autonómicos, se han esforzado en demostrar su compromiso con una gestión basada en la transparencia y en la rendición de cuentas, con dos gestos visibles. Por un lado, con la aprobación de normativas que establecen e imponen nuevas obligaciones y estrictos controles, pero, ya lo he dicho en más de una ocasión, las leyes no hacen milagros, hace falta voluntad. Por el otro, con la creación de un nutrido ecosistema de órganos de control, con los que se pretende poner de manifiesto esa voluntad, dejando, hipotéticamente, en manos de órganos independientes el control de su gestión pública. Pero estos gestos no han ido acompañados de medios, y, por tanto, de voluntad real.

Con distinta morfología, naturaleza y ámbito territorial, todos ellos nacen con una loable misión, el control orientado para la mejora de la gestión pública, económica, social, administrativa, etc. Pero casi todos ellos lastrados con un pecado original: ausencia de medios y recursos personales y materiales con los que asumir tan digna función. Con los que desarrollar eficazmente sus funciones y de un modo que puedan impulsar de modo útil cambios visibles en las situaciones objeto de control. Y falta de capacidad de acción para que los sujetos objeto de control reaccionen, porque estos órganos tampoco suelen contar con poder coercitivo, es decir, que no pueden imponer sanciones a las administraciones públicas “incumplidoras”, por lo que, en última instancia, sus resoluciones son estériles, reduciendo su utilidad al posible ruido mediático que puedan generar.

Pero esta situación no es exclusiva de los nuevos órganos de control, los órganos de control externos, Tribunal de Cuentas y sus homólogos autonómicos se encuentran ante escenarios similares. Y a pesar de ello, se persiste en el error. Como muestra un botón. La entrada en vigor de la Ley de Contratos del Sector Público ha supuesto la creación de un nuevo modelo de gobernanza, con la creación de más órganos de control y la necesidad de emitir informes para controlar la actividad contractual del sector público. No parece que el resultado vaya a ser diferente. ¿Por qué iba a serlo si hacemos lo mismo? Quizás hubiera sido mejor reforzar los existentes y no apostar por un complejo entramado de órganos de control.  

Vistas así las cosas, las pregunta está clara ¿Son (in)útiles los órganos de control? La teoría nos dice que sí, que son útiles, el problema es la práctica. Porque sin medios no hay autonomía, sin medios no hay independencia, sin medios no es posible el ejercicio imparcial de su función, máxime cuando disponer o no de dichos medios depende de aquél que es objeto de control. Porque en un Estado social y democrático de derecho hacen falta algo más que gestos, hace falta un compromiso real con la transparencia y la rendición de cuentas. Hace falta voluntad.