Cuando se habla de servicios públicos es común utilizar su formas de prestación como cebo para abrir un debate ideológico. Tras la evolución sufrida en los años 80-90 en los que se desechaba la gestión pública por ineficiente y falta de calidad y se abrazaba la privada como ejemplo de eficiencia, en los últimos años han cambiado las tornas y el debate ha inclinado la balanza hacia la gestión pública. El argumento de peso, el servicio del interés general que orienta dicha gestión, frente a la privada, asociada únicamente a la obtención de intereses económicos y beneficios empresariales.
Pero en este juicio de valor se parte, en muchos casos, de premisas equivocadas. La primera, que el servicio en cuestión, digamos por ejemplo, la gestión del agua o de los residuos, los más frecuentemente citados, se privatiza. Eso es un error de concepto. Lo que se privatiza, en su caso, es la gestión del servicio, que pasa a manos de una empresa en libre concurrencia para su adjudicación. El servicio es público y seguirá siendo público, con independencia de su forma de gestión.
La segunda, que el servicio gestionado de forma indirecta pasa al control de la empresa que lo presta. Otro error. La administración pública tiene la obigación, es un deber no una facultad, de controlar la prestación del servicio, de evaluar y hacer seguimiento para comprobar su mejor prestación y si la empresa al cargo está cumpliendo con las obligaciones asumidas y, de no ser así, adoptar las diferentes medidas. Control y evaluación. Pero no siempre es así, quizás de ahí la percepción de privatización del servicio, abandonado a su suerte por la administración.
A este análisis siguen afirmaciones sobre el coste, para unos es más caro el servicio prestado directamente por la administración y para otros, el prestado por empresa, en ese caso además de peor calidad. Pero, como suele ser habitual, las generalizaciones se prestan a confusión. En cada caso será necesario analizar el tipo de servicio, sus características, destinatarios y usuarios, costes directos e indirectos, las condiciones de su prestación y múltiples factores que serán los que deban servir para tomar la mejor decisión al servicio del interés general.
Y es que ni siquiera el lenguaje es neutro. De la simple utilización de un término, privatizar o externalizar, ambos para describir una misma realidad, se puede inferir la posición de quien argumenta. Frente a ello, se habla de reinternalizar o remunicipalizar, para hacer referencia a la forma de prestación de forma directa, con medios y personal propios de la administración. Las pocas experiencias que han cuajado en los últimos años todavía no pueden arrojar datos que permitan obtener conclusiones claras, y probablemente nunca lo harán.
En la actualidad contamos con un nuevo marco legal, que introduce factores objetivos para los procesos de toma de decisión, pero ésto no significa que la decisión no sea política. El mandato europeo primero y nuestro ordenamiento jurídico después, exigen la utilización de la contratación para la ejecución de las políticas públicas, precisamente para decidir cómo la utilización de la contratación pública puede mejorar el bienestar de los ciudadanos y para ello será fundamental el control sobre la prestación de los servicios. Control sin importar si el servicio se presta por lo público o lo privado. Por eso no nos equivoquemos, en la centralidad del debate deben estar los ciudadanos, como destinatarios y usuarios de los servicios públicos que deben ser eficientes, eficaces y de calidad. A ellos correspone la última palabra. Por eso, el debate no es público o privado, sino mejor o peor servicio. Y sólo cabe una opción: el mejor.
NOTA: Esta entrada fue publicada originalmente como artículo de opinión en el periódico Faro de Vigo, edición del 6 de octubre de 2018, disponible aquí