“Cuanto más corrupto es el Estado, más numerosas son las leyes”. No lo digo yo, lo decía decía Tácito, historiador, senador, cónsul y gobernador del Imperio Romano a comienzos de nuestra era, lo explica a la perfección Víctor Lapuente, con Carl Dahlstron, en su imprescindible obra «Organizando el Leviatán» . Porque la existencia de un sistema legal complejo, imbricado de requisitos infinitos y de difícil comprensión abona un terreno de juego que favorece el incumplimiento de las normas, la búsqueda de atajos, y la aparición de grietas por las que se cuelan las interpretaciones que facilitan la corrupción.
Porque las leyes no hacen milagros. A pesar de la hiperactividad legislativa que periódicamente envuelve a los responsables políticos, muy guiada por una visión reduccionista que se basa en calificar la productividad de los gobiernos “al peso” de su actividad legislativa (en muchos casos auspiciada por los medios comunicación), dando por buena la teoría de la “motorización legislativa”, de Carl Schmitt, los resultados de las normas, en general, y de las normas en materia de corrupción y buen gobierno, en particular, no avalan este enfoque.
España ocupa el 62 lugar sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional de 2019, el 10 de la Unión Europea y el 30 a nivel mundial. De hecho, en la encuesta especial del Eurobarómetro de 2020 sobre la corrupción, el 94 % de los consultados en España (frente a un 71% de media en la UE) afirma que la corrupción está muy extendida, y el 58 % señaló verse afectado personalmente por la corrupción en su vida cotidiana (frente a la media de un 26% de la UE). Casi nueve de cada diez empresas españolas, hasta el 88 %, consideran que la corrupción en España está bastante o muy extendida, cuando la media de la UE es del 63 %. Un dato demoledor.
Ante esta situación, debemos preguntarnos ¿Qué papel juegan las leyes? La multitud de normas, de todo tipo, leyes, reales-decretos leyes, reales decretos y otros instrumentos como instrucciones, circulares o informes apócrifos, en muchos casos, inconexas con el ordenamiento jurídico, incoherentes e incluso contradictorias con otras normas, crea espacios de inseguridad, océanos de incertidumbre, donde los corruptos, los irregulares, se mueven con comodidad. Es decir, muchas y malas leyes, apoyan la afirmación de Tácito.
Tal y como nos ha recordado la Comisión Europea, apenas hace 3 meses, en España no hay coherencia entre las normas sobre publicación del patrimonio, conflictos de intereses e incompatibilidades aplicables en los diferentes niveles del Gobierno y categorías de funcionarios de la Administración, normas fundamentales en esta materia. Es decir, que tenemos leyes muy mejorables. El intento de la Ley 39/2015, incluyendo un título específico para la mejora de la calidad regulatoria no parece que haya tenido (de momento) demasiado éxito. Pero tampoco disponemos de una estrategia global de lucha contra la corrupción, ni de estrategias preventivas específicas, ni a nivel autonómico ni local.
No se trata de no tener leyes, pero la buena regulación es todo un arte. Normas como la actual ley de transparencia, que articula un amplio conjunto de obligaciones, sin prever ningún tipo de consecuencias frente a su incumplimiento. Normas que crean órganos de control, atados de pies y manos, que no tienen ninguna capacidad para que ese control sea efectivo, tal y como ha reconocido el GRECO, no son la solución. La Unión Europea lleva años reclamando políticas de “better regulation”, de buena regulación, pero aún queda mucho camino por recorrer: Si queremos aprobar leyes contra la corrupción, leyes de prevención y lucha contra la corrupción, debemos mejorar la forma de hacer las leyes, la calidad normativa.
En un año tan difícil como éste, profundamente marcado por la crisis del coronavirus y la ya presente crisis en todas sus dimensiones, sanitaria, social y económica, la corrupción sigue apareciendo en las primeras posiciones de las preocupaciones de los españoles en las encuestas del CIS, casi a la par que la sanidad. No es una buena noticia. La confianza en las instituciones es una pieza fundamental en el Estado de derecho, y la desconfianza es un lujo que ningún gobierno se puede permitir. Por eso, frente a la corrupción no son necesarias más leyes, sino mejores leyes.
NOTA: Una versión reducida de esta entrada fue publicada en el Faro de Vigo, el 9 de diciembre, Día Internacional contra la Corrupción (disponible aquí).