Gracias Modernidad líquida. Con esta expresión, acuñada a finales de los años ochenta por Zygmun Bauman, se hablaba de una nueva realidad consumista donde todo se presentaba como algo flexible y susceptible de adoptar el molde político o social que lo contiene, frente a la de generaciones anteriores donde valores y dogmas eran algo sólido. Sin duda, las nuevas tecnologías han supuesto un punto de inflexión en esa teoría, plenamente aplicable a la sociedad actual, pero quizá no tanto a la Administración pública y, por extensión, a las personas que trabajan en ella.
Por eso debemos preguntarnos si, ante una sociedad flexible y adaptativa en sus necesidades, existe una Administración líquida, con empleados y empleadas públicos líquidos. Porque, frente a los tradicionales rigores y rígidos corsés que imponía el derecho administrativo, los últimos cambios y, en particular, esta segunda década del siglo XXI han traído consigo una considerable revolución en la Administración pública. Con la introducción de nuevas tecnologías, no solo la e-Administración, sino también el open data, el big data o el blockchain, y nuevos modelos de gestión demandados por una sociedad cada vez más activa y conocedora de sus derechos. El problema es que hablamos mucho de la Administración, pero no tanto de las personas que trabajan en ella.
Porque aunque hace ya un cierto tiempo que se está planteando la necesidad de abordar un proceso de reforma del empleo público, no parece que avancemos ni un paso en esa reforma. Reforma que permita, tanto en la selección como en el desarrollo de la carrera profesional, contar con los mejores profesionales, dotados con nuevas e ignotas competencias que el actual modelo memorístico de acceso no permite verificar. Una reforma que garantice una visión adaptativa, que comprenda las nuevas (y en ocasiones complejas) realidades sociales, que fomente la transparencia, la innovación, el trabajo en equipo y una posición proactiva, basada en la resiliencia. Capacidades que tradicionalmente se predican en exclusiva del sector privado, reservando al sector público el imperio de la ley y la fuerza que supone la posición de monopolio que ejerce la Administración.
La solución no es simple. Lo más fácil, culpar a la elevada media de edad de las plantillas públicas de todos los males. Pero no sería justo imputar esta realidad al envejecimiento de la plantilla de empleados públicos. Un hecho que nadie niega; al contrario, incluso presenta otro problema añadido, como la inexistente planificación para retener ese conocimiento, para evitar que se pierda con las jubilaciones masivas, para asegurar que fluya y permanezca en las Administraciones, para garantizar su transferencia a las nuevas generaciones. Sin embargo, los problemas son muchos más: falta de motivación, un sistema retributivo basado en el café para todos, la hiperburocracia, las resistencias al cambio, el «siempre se hizo así»…, que casan mal, muy mal, con una sociedad que evoluciona y se transforma a una velocidad cada vez más vertiginosa.
Pero no nos confundamos. Esta revolución no es únicamente la tan citada transformación digital, con una visión basada exclusivamente en la utilización y el conocimiento de las tecnologías y herramientas digitales más sofisticadas. La revolución que necesita la Administración es un cambio de enfoque, de perspectiva, un cambio en las personas. En los empleados y empleadas que gestionan los recursos públicos, que prestan servicios y atienden cada día a los ciudadanos que deben «enfrentarse», en muchos casos, a la Administración. Las personas al servicio de la Administración son la pieza clave para conseguir ese cambio real; sin ellas, nada será posible.
Porque nuevas realidades exigen nuevas formas de gestión. La ONU, en su Declaración del Milenio, abogaba por formas de gestión pública que se caractericen por la apertura, la adaptabilidad, la flexibilidad y la capacidad de respuesta. En un momento clave del gobierno abierto, en el que gracias a la participación ciudadana se está produciendo la transición del ciudadano de un mero espectador a actor ya no secundario, sino principal e incluso director del servicio público, las personas al servicio de la Administración deben ofrecer la mejor respuesta.
Ya lo decía Darwin, el animal que sobrevive no es el más fuerte ni el más inteligente, es el que mejor se adapta al cambio. Y de resistencias al cambio la Administración sabe mucho; por ello, promovamos la adaptación, promovamos funcionarios líquidos para una sociedad líquida.